Muchas veces he oído decir que Vigo es una ciudad fea. Quizá se deba a su marcado carácter industrial que, sin duda, habrá influido en su arquitectura. Aunque eso de la fealdad es algo subjetivo, de lo contrario habría mucha gente soltera en el mundo.
¿Has pensado alguna vez que Milán es una ciudad poco agraciada? No, ¿verdad? Porque has visto lo que querías ver, centrándote en la parte histórica y dejándote fascinar por la belleza de sus edificaciones y monumentos. Pero ¿sabes qué? Las afueras de Milán constituyen uno de los lugares más horribles que he visto en mi vida.
Cada ciudad posee su propio encanto, no siempre apreciado de la misma forma por todo el mundo. Y lo mismo sucede con Vigo. ¿Existe algo más hermoso que contemplar una puesta de sol desde la playa de Samil, El Vao, El Castro o el Paseo de Alfonso XII? Para mí resulta imposible apartar la mirada del fascinante baile de llamas naranjas, rojas y amarillas fundiéndose en el cielo con las Islas Cíes de fondo.
Como le ocurre a Sara, la protagonista de mi novela «Puede que algún día…», mi corazón salta en el pecho al ver el Puente de Rande anunciando la llegada a la ciudad. Durante muchos años tuvo ese significado para mí; ahora representa el nexo entre mis dos amores: Vigo y Vilaboa.
La ciudad donde nací es una localidad costera que ha evolucionado de forma favorable con el paso de los años, a causa de políticos que quieren convertirla en adalid del progreso y la arquitectura futurista. Los políticos son esos «seres» que promueven un tipo de arquitectura egocéntrica y, en ocasiones, inútil. Los que practican el arte de despilfarrar el dinero público como nadie. Los que utilizan los grandes proyectos para atraer votos. Discúlpeme, señor Caballero, reconozco que Vigo está más bonito que nunca; sin embargo, hay algunas propuestas que me parecen excesivas.
Pero volvamos al tema que nos ocupa. Nací en Vigo, allá por el año 1979, en un barrio humilde, aunque privilegiado por su entorno: zonas verdes y playas. El barrio de Teis está presidido por el Monte de La Guía. Desde el mirador sobre el que se encuentra la peculiar ermita, obra del arquitecto Manuel Gómez Román, podemos contemplar la extensión de toda la ciudad y la península del Morrazo. Entre la multitud de apretados edificios destacan, por su altura, el del antiguo Hospital Xeral (hoy Cidade da Xustiza) y la torre del Ayuntamiento, a la que creo que le espera un triste porvenir.
Si deslizamos la vista por la costa que baña la ciudad, observamos los rellenos de Bouzas y Areal, junto con el de la Plaza Compostela y el Náutico, de finales del siglo XIX. Y es esta zona la que hace latir con fuerza mi corazón durante las escasas ocasiones que me permito pasear con calma por sus calles, deleitándome con la arquitectura de aquella época de esplendor. Casi podría afirmar que sufro el síndrome de Stendhal cuando camino entre los edificios de fachadas decoradas con estatuas y otros elementos o descubro nuevos detalles en ellas.
Al pasear por la Alameda bajo los Magnolios, el olor de la vegetación y el sonido de mis pisadas sobre la arena consiguen que me evada del ruido de los coches y la actividad típica de una ciudad. La plaza de Compostela es un lugar donde se detiene el tiempo, donde las prisas están de más. Un lugar donde puedes, por un instante, viajar al pasado e imaginar cómo era la vida de hace un siglo.
Entre las fantásticas edificaciones que rodean la Alameda, destaca sobre las demás la famosa Casa Yáñez.
Obra del arquitecto Michel Pacewicz y proyectada en el año 1900, es de estilo historicista y está construida en cantería de granito gallego.
Cuenta con dos fachadas; la primera, que mira a la Alameda, está presidida por una torre almenada y la segunda, que da a la calle Velázquez Moreno, cuenta con miradores salientes. En los elementos decorativos, así como en la resolución de los vanos, se mezclan varios estilos como el ecléctico o el neogótico.
Sin duda, lo más destacable de su envolvente es la magnífica galería blanca de madera con diferentes elementos neogóticos y las orlas verticales de cerámica. Toda una joya de la arquitectura viguesa.
Si continúas tu camino desde la Alameda en dirección al mar hasta llegar a la Avenida de Beiramar, te envolverá el olor a sal. Observarás multitud de yates, el deteriorado edificio del Club Náutico y la mole que es el Centro Comercial A Laxe, con la pasarela elevada que lo conecta con el Casco Vello; una preciosa zona a la que por fin se le está dando brillo.
Volviendo al mar y a la zona peatonal de la calle Montero Ríos, no podía pasar por alto otra joya de la arquitectura modernista viguesa como es la Casa Mülder, edificio que también destaco en mi novela, por ser para mí uno de los más hermosos de mi ciudad.
La Casa Mülder fue diseñada por el arquitecto Manuel Gómez Román y terminó de construirse en 1907. Toda su fachada es de cantería y en ella destacan los cuerpos salientes con formas curvas que producen, junto a los pináculos que se elevan por encima de la cubierta, un marcado efecto vertical.
Uno de los elementos más destacables lo conforma el chaflán, que termina en una cúpula con forma ovoide revestida de brillante cerámica cobriza. También vale la pena mencionar el gran arco carpanel de la planta baja, el balcón corrido con aberturas curvas y los elementos cerámicos decorados con guirnaldas y seres mitológicos.
Esta es una pequeña pincelada de lo que podéis descubrir en Vigo. Conocida como la ciudad de las luces por su popular decoración navideña, merece la pena callejear por el centro y el Casco Viejo, además de visitar sus playas. Sé que los amantes de la Arquitectura sabrán apreciar sus encantos. En próximas publicaciones os hablaré de otros edificios históricos relevantes.