

Observando mi pequeño arce en esta época del año, siempre me sorprende descubrir cómo, en cuestión de escasos días, ha pasado de estar repleto de hojas verdes y doradas a quedarse tan solo con unas pocas hojas cobrizas antes de desnudarse por completo para recibir el invierno, mientras otras plantas del jardín florecen en todo su esplendor.
Esta rápida transformación me ha llevado a meditar acerca de la evolución que un solo suceso puede desencadenar en algunos sentimientos que parecían firmes. Un solo hecho es suficiente para cambiarlo todo, en ocasiones, una única palabra o un gesto. Algo que puede ser percibido como una nimiedad por una persona ajena, hace que se tambaleen los cimientos de los sentimientos más firmes y, cuando esto sucede, ya no hay nada que pueda salvarlos, porque sin cimentación, ni la más hábil obra de ingeniería se sostiene. Las fachadas comienzan a desmoronarse, como si fuesen de arena, para dar paso a una nueva realidad. Y aquella torre que admirabas por su esplendor pasa a ser un montón de escombros al que te desagrada mirar. En unos instantes, todo ha cambiado, todo se ha echado a perder.
Y esto sucede también con las personas. Todos cometemos errores, tenemos derecho a equivocarnos sin que debamos pagar por nuestro error para siempre. Sin embargo, algunas personas tienen una habilidad especial para construirse una férrea imagen externa digna de admiración. Pero, como seres humanos que son, también tienen debilidades. Nadie posee la fortaleza suficiente para permanecer inalterable, para mantener el control eternamente. Es más, son aquellas personas que siempre quieren tener el control las que, cuando lo pierden, manifiestan su verdadera naturaleza, esa que nadie quiere ver: un montón de ruinas y escombros inútiles y carentes de valor.
Es en estos casos, cuando la decepción y el daño causados son mayores. Y yo me pregunto: cuando esto sucede, ¿existe alguna posibilidad de reconstrucción? ¿O la percepción que tenemos de esa persona queda dañada para siempre?