Cartas a los que se han ido (2ª parte)

Espectacular puesta de sol

Paula:

Ya ha pasado un mes y todavía no puedo creer que te hayas ido, a pesar de que estuve junto a ti durante tus últimas horas, vi tu mente y tu cuerpo apagarse, te vi partir.

Te fuiste un veinticinco de mayo, pero empezaste a irte en Navidad, cuando sentí que ya no tenías tantas ganas de hablar, que evadías la realidad fingiendo que todo era como siempre y yo te seguía la corriente porque entendía que lo necesitabas y porque tus silencios me decían algo que no quería aceptar. No podía. Tú también, no.

He retrasado escribir esta carta porque hacerlo quizá suponga terminar de romperme, dejar salir el dolor contenido, los recuerdos que se amotinan en mi mente, las lágrimas incapaces de correr libres desde esa madrugada en que nos dejaste.

Escribirte también supone mostrar mi vulnerabilidad, terminar de desmoronarme frente al mundo, pero no me considero débil por ello. Al contrario, sé que soy más fuerte que muchos, aunque nunca seré tan fuerte como tú. Una cualidad por la que siempre te he admirado. La chica tímida que sería capaz de comerse el mundo si se lo propusiese. Decidida, con las ideas claras y la cabeza dominando al corazón.

Juntas, atravesamos una crisis existencial de la que salimos fortalecidas. Ojalá hubieras podido ganar esta batalla también. Fuiste a la guerra a pesar de que intuías que ibas a perder, pero no te permitiste caer. Tu cerebro marcó el ritmo para poder soportar lo insoportable, sin tolerar que la enfermedad se convirtiese en el centro de tu existencia. Quisiste exprimir la vida al máximo, sin locuras, disfrutando de lo que más te gustaba: la naturaleza, los animales, las pequeñas alegrías cotidianas, tu familia y tus amigos. Y no consentiste que tu cuerpo fallase hasta que dejaste hecho todo lo que creías que debías hacer, a pesar del esfuerzo titánico que supuso.

Ese último fin de semana en tu casa, cuando tu cerebro comenzó a apagarse y te acompañamos hasta que tu corazón no pudo más, observé varias libretas, de esas tan bonitas que te gustaba comprar y regalar, esparcidas por varios rincones y pensé que aún nos quedaba la esperanza de conservar una parte de ti en ellas, que quizá habrías dejado plasmados tus pensamientos, tus inquietudes, el rastro de una mente brillante y curiosa que absorbía toda la información que podía sobre aquello que le interesaba. Sin embargo, solo encontramos páginas en blanco, el silencio más atronador y terrorífico, anunciando el vacío que hoy nos envuelve y al que no me atrevo a mirar.

Fuiste una de las personas que he sentido más cercana en estos últimos años, como una hermana de vida. Doy gracias al destino por haberte conocido y a ti por haberme permitido compartir el camino durante casi veinte años. Dicho así parecen muchos, pero nunca habrían sido suficientes. Todavía me siento tentada a enviarte mensajes y esperar tu respuesta. ¡Cómo echo de menos nuestras conversaciones! Añoro nuestros debates sobre psicología, tus críticas constructivas, comentar los libros que leíamos a pesar de tener gustos diferentes.

Recuerdo que conseguí emocionarte en mi boda con aquellos malditos violines escondidos en una canción de Dream Theater, que te sorprendí cuando te envié los primeros párrafos de la que sería mi primera novela y me animaste a continuar, que por mi culpa leíste unas cuantas novelas románticas, el 7,9 que le diste a la tortilla que hice para tu última cena, que en mis peores momentos me tendiste la mano, escuchando y razonando para contener la vorágine que puede llegar a ser mi mente.

Siempre te preocupaste por mí, incluso en tus últimos días. Tan grande y generosa eras. Incluso la semana antes de tu partida, en tu casa, cuando querías que continuase soñando con abrir aquella floristería-librería, cuando me dijiste “menuda racha llevas” y yo solo pude callar y abrazarte, mientras pensaba que la peor parte te estaba tocando a ti.

Ahora sé que esos últimos días no ponías la música a todo volumen solo porque no te apeteciese hablar, sino porque te daba intensidad, te hacía sentir viva. Si con ello pudiera revivirte, te escribiría mil vidas repletas de momentos hermosos para que pudieras vivirlas todas.

No sé qué voy a hacer sin ti, Paula. Cuesta sonreír cuando todo me recuerda que ya no estás. Es duro intentar luchar por mis sueños cuando ya no puedo compartirlos contigo. Te prometí que publicaría mi segunda novela, aunque tú ya la habías leído, y aún no sé cómo ni cuándo, pero cumpliré mi promesa. Cuando llegue ese día, estoy segura de que te sentiré junto a mí, como a veces percibo tu calor, el vello se me eriza y una lágrima se desliza por mi mejilla. Quiero creer que eres tú dándome fuerzas para continuar.

Gracias por formar parte de mi vida. Gracias por todo. Siempre te llevaré en mi corazón y te recordaré en los momentos felices. En cada flor hermosa que observe, en cada paseo por el bosque y en cada gloriosa puesta de sol, tú estarás presente.

Cartas a los que se han ido (1ª parte)

02/06/2025

Papá:

  Cuando te fuiste, me pidieron que escribiese algo breve para tu lápida, pero ¿cómo podría condensar todo lo que me gustaría decirte, lo que siento, todo lo que fuiste en tan solo cuatro palabras?

Ha pasado un mes de tu partida y las palabras continúan atascadas en mi garganta. Por eso intento ahora que mis dedos torpes las arranquen, aunque duela, porque deben salir o me ahogaré en ellas.

Tú y yo nunca fuimos de mostrarnos nuestros sentimientos. Tan distantes a veces y, sin embargo, tan parecidos. Tuvimos nuestros desencuentros, pero a través de la familia, la música y el arte, siempre hallamos el camino de vuelta. Aunque no lo mostrases a menudo, tenías un alma sensible que sentía y sufría como cualquier otra y toda esa sensibilidad la expresaste a través de tus obras. Así encontraste la manera de abrir tu interior al mundo, al igual que yo lo hice con las letras.

Quizá no te lo dije lo suficiente, pero creo que sabes que estoy orgullosa de ti, de ser tu hija, de tu transformación, de tu fuerza y valentía y agradecida por haber sido un gran abuelo. Orgullosa porque fuiste un luchador hasta el último de tus días.

De ti aprendí dos lecciones de vida: que tu mejor versión la alcanzas cuando te dedicas plenamente a tu pasión y que no debemos quedarnos demasiado tiempo donde no somos felices.

Sabes que en los últimos meses no apliqué estas lecciones porque ni el ánimo ni las energías me daban para más. Pero prometo que volveré a intentarlo. Aprenderé de mis errores, retomaré la escritura, buscaré mi lugar.

Tu partida, aunque anunciada, no por eso duele menos. Al contrario, siento que el dolor se amplificó con cada piedra en el camino, con la frustración y la espera como condena.

Desolados, así nos sentimos, como tu obra, con esa llaga abierta de la cabeza al corazón, conectando los recuerdos con las emociones, en una herida perpetua.

Desolación (artista: José Manuel Santamaría)

Como autora, me entristece que no puedas continuar creando, aunque en los últimos meses ya habías renunciado a hacerlo, destinando todas tus energías a la pelea con la cruel enfermedad.

Como tu hija, me parte el alma no poder volver a compartir contigo descubrimientos musicales, que me preguntases cómo me iba en el trabajo o contarte anécdotas, comentar el último cuadro que estabas pintando o descifrar la nueva forma que arrancabas a un trozo de madera inerte. Pedirte consejo.

Recuerdo cuando me enseñaste a montar en bici, cuando todavía te gustaba ir a la playa y nadar con nosotros. Mis primeras prácticas contigo al volante del 405. Tú intentando consolarme la primera vez que me rompieron el corazón. Tu paciencia infinita mientras enseñabas a pintar a Noa. Verte caminar con ella de la mano. Ver brillar el amor más puro en su mirada. Todos esos recuerdos, los tallaste en mi corazón para siempre. Ojalá yo te haya dado también un puñado de buenos recuerdos que llevarte en la maleta.

Creo que si pudieras enviarnos un mensaje sería el que dice esta canción (The spirit carries on), una de las tantas que compartimos:

«Sigue adelante, sé valiente. No llores en mi tumba porque ya no estoy aquí. Pero, por favor, nunca dejes que mi recuerdo desaparezca».

The spirit carries on – Dream Theater

Papá, deseo más que nunca que exista un más allá, que el espíritu trascienda a otro plano o a otra vida y que ojalá algún día volvamos a encontrarnos. Pero es una incerteza. Lo que sí sé, es que mientras agradezcamos tu existencia y te recordemos cada día, seguirás vivo en nuestros corazones y esa es una firme promesa.

Vigo, la ciudad que amo

Muchas veces he oído decir que Vigo es una ciudad fea. Quizá se deba a su marcado carácter industrial que, sin duda, habrá influido en su arquitectura. Aunque eso de la fealdad es algo subjetivo, de lo contrario habría mucha gente soltera en el mundo.

¿Has pensado alguna vez que Milán es una ciudad poco agraciada? No, ¿verdad? Porque has visto lo que querías ver, centrándote en la parte histórica y dejándote fascinar por la belleza de sus edificaciones y monumentos. Pero ¿sabes qué? Las afueras de Milán constituyen uno de los lugares más horribles que he visto en mi vida.

Cada ciudad posee su propio encanto, no siempre apreciado de la misma forma por todo el mundo. Y lo mismo sucede con Vigo. ¿Existe algo más hermoso que contemplar una puesta de sol desde la playa de Samil, El Vao, El Castro o el Paseo de Alfonso XII? Para mí resulta imposible apartar la mirada del fascinante baile de llamas naranjas, rojas y amarillas fundiéndose en el cielo con las Islas Cíes de fondo.

Como le ocurre a Sara, la protagonista de mi novela «Puede que algún día…», mi corazón salta en el pecho al ver el Puente de Rande anunciando la llegada a la ciudad. Durante muchos años tuvo ese significado para mí; ahora representa el nexo entre mis dos amores: Vigo y Vilaboa.

La ciudad donde nací es una localidad costera que ha evolucionado de forma favorable con el paso de los años, a causa de políticos que quieren convertirla en adalid del progreso y la arquitectura futurista. Los políticos son esos «seres» que promueven un tipo de arquitectura egocéntrica y, en ocasiones, inútil. Los que practican el arte de despilfarrar el dinero público como nadie. Los que utilizan los grandes proyectos para atraer votos. Discúlpeme, señor Caballero, reconozco que Vigo está más bonito que nunca; sin embargo, hay algunas propuestas que me parecen excesivas.

Pero volvamos al tema que nos ocupa. Nací en Vigo, allá por el año 1979, en un barrio humilde, aunque privilegiado por su entorno: zonas verdes y playas. El barrio de Teis está presidido por el Monte de La Guía. Desde el mirador sobre el que se encuentra la peculiar ermita, obra del arquitecto Manuel Gómez Román, podemos contemplar la extensión de toda la ciudad y la península del Morrazo. Entre la multitud de apretados edificios destacan, por su altura, el del antiguo Hospital Xeral (hoy Cidade da Xustiza) y la torre del Ayuntamiento, a la que creo que le espera un triste porvenir.

Si deslizamos la vista por la costa que baña la ciudad, observamos los rellenos de Bouzas y Areal, junto con el de la Plaza Compostela y el Náutico, de finales del siglo XIX. Y es esta zona la que hace latir con fuerza mi corazón durante las escasas ocasiones que me permito pasear con calma por sus calles, deleitándome con la arquitectura de aquella época de esplendor. Casi podría afirmar que sufro el síndrome de Stendhal cuando camino entre los edificios de fachadas decoradas con estatuas y otros elementos o descubro nuevos detalles en ellas.

Al pasear por la Alameda bajo los Magnolios, el olor de la vegetación y el sonido de mis pisadas sobre la arena consiguen que me evada del ruido de los coches y la actividad típica de una ciudad. La plaza de Compostela es un lugar donde se detiene el tiempo, donde las prisas están de más. Un lugar donde puedes, por un instante, viajar al pasado e imaginar cómo era la vida de hace un siglo.

Entre las fantásticas edificaciones que rodean la Alameda, destaca sobre las demás la famosa Casa Yáñez.

Obra del arquitecto Michel Pacewicz y proyectada en el año 1900, es de estilo historicista y está construida en cantería de granito gallego.

Cuenta con dos fachadas; la primera, que mira a la Alameda, está presidida por una torre almenada y la segunda, que da a la calle Velázquez Moreno, cuenta con miradores salientes. En los elementos decorativos, así como en la resolución de los vanos, se mezclan varios estilos como el ecléctico o el neogótico.

Sin duda, lo más destacable de su envolvente es la magnífica galería blanca de madera con diferentes elementos neogóticos y las orlas verticales de cerámica. Toda una joya de la arquitectura viguesa.

Si continúas tu camino desde la Alameda en dirección al mar hasta llegar a la Avenida de Beiramar, te envolverá el olor a sal. Observarás multitud de yates, el deteriorado edificio del Club Náutico y la mole que es el Centro Comercial A Laxe, con la pasarela elevada que lo conecta con el Casco Vello; una preciosa zona a la que por fin se le está dando brillo.

Volviendo al mar y a la zona peatonal de la calle Montero Ríos, no podía pasar por alto otra joya de la arquitectura modernista viguesa como es la Casa Mülder, edificio que también destaco en mi novela, por ser para mí uno de los más hermosos de mi ciudad.

La Casa Mülder fue diseñada por el arquitecto Manuel Gómez Román y terminó de construirse en 1907. Toda su fachada es de cantería y en ella destacan los cuerpos salientes con formas curvas que producen, junto a los pináculos que se elevan por encima de la cubierta, un marcado efecto vertical.

Uno de los elementos más destacables lo conforma el chaflán, que termina en una cúpula con forma ovoide revestida de brillante cerámica cobriza. También vale la pena mencionar el gran arco carpanel de la planta baja, el balcón corrido con aberturas curvas y los elementos cerámicos decorados con guirnaldas y seres mitológicos.

Esta es una pequeña pincelada de lo que podéis descubrir en Vigo. Conocida como la ciudad de las luces por su popular decoración navideña, merece la pena callejear por el centro y el Casco Viejo, además de visitar sus playas. Sé que los amantes de la Arquitectura sabrán apreciar sus encantos. En próximas publicaciones os hablaré de otros edificios históricos relevantes.

Reflexiones sobre la escritura

Siempre he percibido la escritura como una necesidad, como la forma de expresarme con el mundo, de desahogarme, de dar rienda suelta a las emociones, a diálogos que vivían en mi cabeza, a mundos todavía no imaginados. Incluso a dejar salir todo lo que una vez encerré en un lugar oscuro.

Así, escribir puede llegar a ser una terapia para quienes, incapaces de abrirse y compartir su dolor, lo proyectan a través del papel y lo arrancan de su corazón. Escribir puede llegar a ser un salvavidas.

Ahora que me he permitido inventar otras vidas, desarrollar personalidades diferentes… Soy consciente de que tengo un bisturí en mis manos que me permite diseccionar los cerebros de mis personajes para comprenderlos. Entender su comportamiento, conocer sus miedos, sus motivaciones, sus pasiones… Este es un gran poder. Lograr, por un instante, modificar tu forma de pensar para ponerte en los zapatos de otro. Porque no, no todos nuestros personajes son nuestro alter ego, o nuestro yo frustrado, ni están basados en alguien real (aunque esto pueda darse alguna vez) …

Ser escritor implica observar lo que te rodea, fijarte incluso en los detalles más insignificantes, analizar la información en profundidad e intentar extraer conclusiones, aunque a veces puedan parecer erróneas. Tan solo son opiniones personales. No, no tenemos el don de la verdad. Ni el de la adivinación. Sin embargo, creo que todos los escritores compartimos esa mirada curiosa, esa forma diferente de contemplar el mundo y de hacernos constantemente preguntas, algunas de ellas incómodas.

Cuando observas tanto dolor alrededor, es cuando se hace más necesario evadirse e imaginar otros mundos, otras vidas… Historias que ayuden a nuestros lectores a eludir la realidad, a relajarse, a reírse. Pero, también considero preciso abordar temas duros, incómodos o dolorosos. Temas que remuevan conciencias o que puedan ayudar a alguien a abrir los ojos y contemplar la dura realidad que le rodea, o incluso empujarle a tomar una decisión. Provocar una catarsis.

Decía Aristóteles que “la catarsis es la facultad de la tragedia de redimir al espectador de sus propias bajas pasiones”, al conseguir que el lector se vea reflejado en el personaje y comprenda las consecuencias de sus posibles actos.

Me encantaría provocar esa catarsis en mis lectores o ayudarles, sembrando esperanza en ellos. Esta fue la finalidad de mi primera novela “Puede que algún día…”.

Escribir es un acto solitario que requiere de dos partes contrapuestas: una creativa y otra analítica, capaz de decidir si lo creado tiene calidad y coherencia. Es un diálogo interno con uno mismo, es permitir que otros personajes te posean, es escuchar sus voces, sus risas, sentir su dolor, vestir su piel. Una montaña rusa de emociones. Viajar con tu imaginación. Vivir más en ese sueño que en la vida real. Rozar la locura. Es un trabajo, es placer y es sufrimiento también. Es ser tu propio juez. Analizar con dureza lo escrito, y, a veces, poder decir “¡Guau!, ¿esto lo he escrito yo?”.

Escribir y permitir que alguien te lea son actos de valentía. Tanto enfrentarse a la hoja en blanco como al juicio del público, supone dar un salto al vacío, sintiendo todo el vértigo de la caída. Cuesta hacerlo cuando estás al borde del precipicio observando la oscuridad, pero una vez que lo has hecho, solo quieres volver a experimentar esa vorágine de emociones.

Y para ti, ¿qué significa escribir?

Transformación

Observando mi pequeño arce en esta época del año, siempre me sorprende descubrir cómo, en cuestión de escasos días, ha pasado de estar repleto de hojas verdes y doradas a quedarse tan solo con unas pocas hojas cobrizas antes de desnudarse por completo para recibir el invierno, mientras otras plantas del jardín florecen en todo su esplendor.

Esta rápida transformación me ha llevado a meditar acerca de la evolución que un solo suceso puede desencadenar en algunos sentimientos que parecían firmes. Un solo hecho es suficiente para cambiarlo todo, en ocasiones, una única palabra o un gesto. Algo que puede ser percibido como una nimiedad por una persona ajena, hace que se tambaleen los cimientos de los sentimientos más firmes y, cuando esto sucede, ya no hay nada que pueda salvarlos, porque sin cimentación, ni la más hábil obra de ingeniería se sostiene. Las fachadas comienzan a desmoronarse, como si fuesen de arena, para dar paso a una nueva realidad. Y aquella torre que admirabas por su esplendor pasa a ser un montón de escombros al que te desagrada mirar. En unos instantes, todo ha cambiado, todo se ha echado a perder.

Y esto sucede también con las personas. Todos cometemos errores, tenemos derecho a equivocarnos sin que debamos pagar por nuestro error para siempre. Sin embargo, algunas personas tienen una habilidad especial para construirse una férrea imagen externa digna de admiración. Pero, como seres humanos que son, también tienen debilidades. Nadie posee la fortaleza suficiente para permanecer inalterable, para mantener el control eternamente. Es más, son aquellas personas que siempre quieren tener el control las que, cuando lo pierden, manifiestan su verdadera naturaleza, esa que nadie quiere ver: un montón de ruinas y escombros inútiles y carentes de valor.

Es en estos casos, cuando la decepción y el daño causados son mayores. Y yo me pregunto: cuando esto sucede, ¿existe alguna posibilidad de reconstrucción? ¿O la percepción que tenemos de esa persona queda dañada para siempre?